Es difícil despedirse de quien te ha enseñado a no
cerrar los ojos ante lo real, con quien has aprendido a distinguir lo simple de
lo complejo en la vida del pensamiento, de aquel que te ha mostrado la parte
más recóndita, quizá inasible de todo pensar, de aquel que te ha enseñado a no
ceder a los cantos de sirena del poder, que prometen la felicidad y la paz, de
aquel, en fin, de quien durante estos últimos veinte años me he considerado uno
de sus discípulos.
Por eso esta nota puede ser todo menos objetiva.
No se puede ser objetivo con aquellos a los que has abierto tu corazón y tu
pensamiento, aunque se guarde el rigor y la distancia que impone el ejercicio
del trabajo filosófico. Lefort nos dejó el 3 de octubre de 2010, después de
luchar con una dura enfermedad y de dedicar su vida a comprender las
condiciones, en la medida en que la irracionalidad del crimen organizado pueda
comprenderse, que dieron lugar a las tiranías totalitarias.
Lefort me sedujo porque tocó una intuición de
juventud a la que hasta entonces no había sabido darle forma, esto es, me hizo
ver que para entender nuestro tiempo, el tiempo de los derechos humanos, el
tiempo de la democracia, hay que empezar por entender su opuesto, su contrario:
el totalitarismo. Por supuesto no sólo el de derechas, el fascista, el nazi,
sino el más complicado, porque se travistió de demócrata, el totalitarismo de
izquierdas, el comunismo.
Si Lefort me conquistó como pensador fue porque
tuvo el coraje de denunciar que la dictadura del proletariado, ese régimen que
sonaba mejor cuando se lo llamaba comunismo, tenía mucho de dictadura y muy
poco de proletario. Era un régimen de burócratas que pensaban más en su propio
bienestar que en el de los obreros a los que no dudaron en someter a las peores
vejaciones para ver cumplidos sus deseos de dominación.
Había que tener valentía para decir estas cosas en
una Francia, su patria originaria, en la que cualquier crítica a la izquierda
del entonces todopoderoso partido comunista pasaba por ser un vendido a la
derecha, un traidor de la causa popular. Y había que tener esas agallas frente
a intelectuales que negaban en la patria del comunismo, de la democracia
“proletaria”, la miseria del trabajo e incluso la existencia del Goulag,
infierno en la tierra del que sólo pudimos saber a través de un relato que
salió clandestinamente de sus entrañas y al que Claude Lefort dedicó uno de los
comentarios más penetrantes que yo haya podido leer sobre la esencia de ese
régimen maldito (Un hombre de más, 1974),
régimen que sólo desapareció cuando los propios obreros abrieron los ojos y se
rebelaron contra la mentira convertida en institución. Eso era la democracia,
el pueblo oponiéndose y derribando el muro que había construido la enorme falacia
de un poder que descansaba en una idea que sólo parecían comprender los
miembros de la secta comunista: no nacemos iguales, el partido nos hace iguales.
Urgía inventar otra
filosofía de la democracia que no permitiera extraer estas conclusiones, que no
se dejara atrapar por la imagen de Leviatán, el monstruo marino que se alimenta
de hombres; otra filosofía que no se dejara cautivar por el nombre y poder de
uno. Desde los primeros años setenta empezó a elaborar esa filosofía que tuvo
sus mejores aliados en el republicanismo de Maquiavelo (Maquiavelo, 1974) y en la crítica a la tiranía de Etienne de la Boétie
(El nombre de Uno, 1976). El
ramillete de títulos que produjo desde entonces -La invención democrática (1981), Ensayos sobre lo político (1986), La escritura a prueba de lo político (1992), Reflexionar el comunismo (1997), El tiempo presente (2007)- hizo comprender mejor a todo aquel que no
quiso dejar de pensar cuáles podían ser los cimientos de una honesta vida
democrática.
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