08 diciembre 2010

Claude Lefort (1924-2010) In memoriam


Es difícil despedirse de quien te ha enseñado a no cerrar los ojos ante lo real, con quien has aprendido a distinguir lo simple de lo complejo en la vida del pensamiento, de aquel que te ha mostrado la parte más recóndita, quizá inasible de todo pensar, de aquel que te ha enseñado a no ceder a los cantos de sirena del poder, que prometen la felicidad y la paz, de aquel, en fin, de quien durante estos últimos veinte años me he considerado uno de sus discípulos.


Por eso esta nota puede ser todo menos objetiva. No se puede ser objetivo con aquellos a los que has abierto tu corazón y tu pensamiento, aunque se guarde el rigor y la distancia que impone el ejercicio del trabajo filosófico. Lefort nos dejó el 3 de octubre de 2010, después de luchar con una dura enfermedad y de dedicar su vida a comprender las condiciones, en la medida en que la irracionalidad del crimen organizado pueda comprenderse, que dieron lugar a las tiranías totalitarias.
Lefort me sedujo porque tocó una intuición de juventud a la que hasta entonces no había sabido darle forma, esto es, me hizo ver que para entender nuestro tiempo, el tiempo de los derechos humanos, el tiempo de la democracia, hay que empezar por entender su opuesto, su contrario: el totalitarismo. Por supuesto no sólo el de derechas, el fascista, el nazi, sino el más complicado, porque se travistió de demócrata, el totalitarismo de izquierdas, el comunismo.
Si Lefort me conquistó como pensador fue porque tuvo el coraje de denunciar que la dictadura del proletariado, ese régimen que sonaba mejor cuando se lo llamaba comunismo, tenía mucho de dictadura y muy poco de proletario. Era un régimen de burócratas que pensaban más en su propio bienestar que en el de los obreros a los que no dudaron en someter a las peores vejaciones para ver cumplidos sus deseos de dominación.
Había que tener valentía para decir estas cosas en una Francia, su patria originaria, en la que cualquier crítica a la izquierda del entonces todopoderoso partido comunista pasaba por ser un vendido a la derecha, un traidor de la causa popular. Y había que tener esas agallas frente a intelectuales que negaban en la patria del comunismo, de la democracia “proletaria”, la miseria del trabajo e incluso la existencia del Goulag, infierno en la tierra del que sólo pudimos saber a través de un relato que salió clandestinamente de sus entrañas y al que Claude Lefort dedicó uno de los comentarios más penetrantes que yo haya podido leer sobre la esencia de ese régimen maldito (Un hombre de más, 1974), régimen que sólo desapareció cuando los propios obreros abrieron los ojos y se rebelaron contra la mentira convertida en institución. Eso era la democracia, el pueblo oponiéndose y derribando el muro que había construido la enorme falacia de un poder que descansaba en una idea que sólo parecían comprender los miembros de la secta comunista: no nacemos iguales, el partido nos hace iguales.
Urgía inventar otra filosofía de la democracia que no permitiera extraer estas conclusiones, que no se dejara atrapar por la imagen de Leviatán, el monstruo marino que se alimenta de hombres; otra filosofía que no se dejara cautivar por el nombre y poder de uno. Desde los primeros años setenta empezó a elaborar esa filosofía que tuvo sus mejores aliados en el republicanismo de Maquiavelo (Maquiavelo, 1974) y en la crítica a la tiranía de Etienne de la Boétie (El nombre de Uno, 1976). El ramillete de títulos que produjo desde entonces -La invención democrática (1981), Ensayos sobre lo político (1986), La escritura a prueba de lo político (1992), Reflexionar el comunismo (1997), El tiempo presente (2007)- hizo comprender mejor a todo aquel que no quiso dejar de pensar cuáles podían ser los cimientos de una honesta vida democrática.

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